Inmigrantes llegando en patera mientras los observa un bañista en su colchoneta

Venían a por nuestra basura

Es domingo por la mañana y en mi timeline se mezclan dos noticias sin solución de continuidad. Una marca de chips explica que para 2020 su sistema habrá avanzado lo suficiente como para servir de copiloto a los conductores que lo deseen; 2030 es el año en el que sus CPUs dominarán un coche que se conducirá de forma autónoma, sin intervención humana. Unos píxeles más arriba, los muertos caen por puñados. Son africanos e iban hacia Europa. Entre 650 y 700 según los cuente la CNN o El País. Muchos, en cualquier caso.

Setecientas personas son más de las que piensas. Setecientos sueños son una realidad inabarcable que es mejor ignorar, sobre todo cuando su anhelo era aspirar a lo que nosotros desechamos. Ellos venían a por nuestra basura, a limpiar en nuestros semáforos, a recoger fruta en el campo o a deambular a la intemperie vendiendo material falsificado.

Pero el destino no les ha dejado llegar ni a eso. El «destino». Porque es mucho mejor pensar que, ahora sí, hay un dios que le ha puesto fin a su vida. Alguien que, con su dedo omnipresente, llevó la megapatera hasta el fondo del mar. Concluir que tenemos algo de responsabilidad en cada una de esas 700 muertes sería una tragedia personal. O debería serlo.

Mientras escribo, mi timeline sigue escupiendo tuits. “Entre Libia e Italia. Temen cientos de muertos”, decía Europa Press hace una hora. Alguien, recién levantado, lo ha retuiteado. El RT nos ayuda a decir “oye, que yo también estoy ‘enterado’ de esto y es terrible”. Pero podemos seguir untando la tostada y pensando a qué terraza iremos a tomar el vermú.

Entre cerveza y cerveza saldrá el tema. “Menuda putada. Las criaturas… Y venían a buscar una vida mejor”, decimos, mientras espetamos un “No, no quiero nada” a un subsahariano que nos ofrecía DVD, gafas de sol o bolsos de Carolina Herrera de plástico con una sonrisa. Él no sabe nada aún de los 700 compatriotas que descansan en el fondo del mar.

Una hora después confirmamos, con imágenes, que venían a por nuestra basura. El Telediario es la ventana al mundo para toda la familia. “Papá, por favor, cambia que no quiero ver eso. Nada más que tragedias, muerte y sangre”, dirá algún familiar. “Cuando no son los islamistas cortando cabezas son estas criaturas. Es mejor no poner la tele, vamos”, concluirá alguien sentado a tu lado. Mejor poner FDF y ver la enésima repetición de “La que se avecina”. Premonitorio título.

Ya no te preguntas “¿qué puedo hacer yo para evitar esto?”. Piensas que eres pequeño, que no tienes capacidad y que tu Dios, en mayúsculas porque es el tuyo, quiere que todo sea así. Una o dos veces al año —»¿tan poco?», reconoces— das dinero al negrito del semáforo y no le coges los Kleanex. Mucho mejor que tus amigos y familiares. Además, marcas la casilla del 0,7{a31a598c08b97e04c471714f0e9a9135ffea9d13036728f66bee3f63eed82732} en la Declaración de la Renta. Eres un puto benefactor de papel, tan falso como aquel bolso de Carolina Herrera que miraste de reojo hace unas horas.

No haces nada porque internamente piensas que somos muchos, y que no merecen tu basura. Es duro, ¿verdad?

Lo analizas más detenidamente y sigue sin gustarte lo que te dice tu razón. “No es que no merezcan mi basura. Es que mi basura es algo seguro ahora. Me quejo de ella, sí, pero ahí está si todo falla. Si tengo que mendigar no competiré con un subsahariano. Es la vida. Dios me puso aquí, en esta zona. Puede que en otra vida me toque a mí África y morir ahogado viniendo a Europa”. No te calmas, pero llega la cena y, oye, se nos va la sangre al estómago para realizar la digestión y lo agradecemos. Digerir lo otro está siendo imposible.

Piensas en el día de mañana y te agobias. Madrugar, ir en metro al tajo, aguantar a mi compañera que no para de hablar, a mi jefe el tonto motivado y bla bla bla. Ese “bla bla bla” que demuestra que tú has podido elegir en la vida. No te engañes. Tu día a día es lo que tú has querido que sea. En España hoy puedes llegar a ser lo que te dé la gana. No es cuestión de recursos, sino de esfuerzo y cojones. Ya nadie deja de estudiar por dinero. El sistema no te deja.

Por eso ellos querían tu basura.

Te vas a la cama, cierras los ojos e intentas no pensar en los últimos momentos encima de ese ataúd flotante. “Debió ser tremendo. Unos agarrándose a otros. Muchos sin saber nadar o qué hacer. Gritos de desesperación y la certeza de estar viviendo los últimos minutos de tu vida. ¿Habría algunos del ISIS infiltrados matando a cristianos y arrojándolos por la borda?”, te preguntas, y eso te calma por unos momentos. “Unos cabrones menos. Venían aquí a atentar”, piensas. Que fueran, si es que los había, cuatro o cinco entre setecientos, es accesorio. A diferencia de ellos, has encontrado algo a lo que agarrarte antes de la enésima zozobra emocional del día.

Mañana despertarás en tierra firme, aunque tu conciencia puede que siga con el mal de tierra. Tranquilo porque se pasará. Tu timeline se llevará esa mala noticia para traerte otra. Una por la que no puedas hacer nada, una barbarie en la que no tengas nada que ver y que realmente escape a tu ámbito de competencias. Una tragedia tranquilizadora. Algo sobre lo que puedas meditar en el baño, mientras lees Twitter, y debatir con alguien a quien no conoces. Un desastre que, al menos, no te toque tu basura.

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