Crónica de mi primer viaje a Hong Kong, Guangzhou y Zhangmutou

Día 1
Atrás quedaron dos horas y media de AVE desde Sevilla a Madrid, cuarenta minutos de Cercanías desde Atocha a Barajas, ocho horas desde Madrid a Dubai, casi seis de espera en su lujoso aeropuerto—tres de retraso por la avería de un sensor del motor del A380 con el consiguiente acojone— otras siete horas largas con olor a Avecrem desde Dubai a Hong Kong y el taxi temerario que nos llevó del aeropuerto al hotel.

Conducir no es, definitivamente, lo que mejor se les da a los “honkonitas” y, mucho menos aún, a los habitantes de Guangzhou.

Los trabajadores del hotel, cercano a Victoria’s Harbour, rinden pleitesía asiática. Sonrisa al abrir la puerta del taxi, al coger las maletas y al soltarlas cuando les dices que las llevas tú.

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Por detrás viene, rápido, el señor Gómez. Está por allí fumándose un cigarro y ha visto entrar el taxi en el párking del hotel. Lo conocen todos. “Hola my friend —tocando en el hombro al botones—. This are my friends, eh? Good people”, afirma señalándonos. Gómez es un regular en la zona y tiene en la palma de la mano a todo el personal.

Cenamos en el Spasso —comida italiana exquisita— y echamos un vistazo a la bahía desde la que se ve la zona financiera de Hong Kong. Muy bonita y con muchas luces, como aquí se estila. Arcoiris por todas partes. Si es un homenaje al Orgullo Gay se les ha ido de las manos.

Gómez nos cuenta el plan de la semana. Vamos a cansarnos y, seguro, vamos a aprender como si hubiéramos leído 20 libros seguidos. Nos acostamos porque la semana se presenta entretenida.

Día 2
El despertador suena a las 6:30, así que no hemos dormido más de cuatro horas. Desayunamos rápidamente en el buffet del hotel y nos adentramos en la furgoneta que nos recoge para ir a Guangzhou. Tres horas de camino por delante y un chófer que también parece pelear por conseguir la pole. Según pasamos la frontera que separa Hong Kong de China comenzamos a ver cómo las líneas que separan los carriles son, para ellos, solo orientativas.

Los compis se han dormido por el camino y yo, que he optado esta vez por no sacarme ningún plan de datos para el móvil y vivir al límite, me dedico a ver el paisaje. Al principio pienso que estoy por alguna zona marginal. El óxido en los barrotes de las rejas y las fachadas mugrientas se mezclan con la ropa tendida. “Un poquito de Zotal y/o Titanlux no les vendría nada mal a esta gente”, pienso. De vez en cuando algún coche pasa demasiado pegado a nuestra furgoneta. Toque de claxon, meneo de cabezas entre los compañeros que duermen y seguimos. A la derecha queda un accidente brutal en el que un camión ha borrado la parte trasera (maletero y asientos incluidos) de una berlina. No hay heridos, aunque sí una enorme retención.

Llegamos a Guangzhou y dejamos las cosas rápidamente en el hotel. No da tiempo a entrar en las habitaciones porque llevamos retraso y los representantes de la empresa a la que vamos nos esperan desde hace media hora en la puerta. Un Audi A6 y un Honda cuyo modelo desconozco nos llevan a los 6 hasta la sede de una compañía dirigida por gente muy joven. Vemos sus productos y le contamos lo que queremos. Sonríen porque les gusta nuestra idea y nos hacen una demo de su material. Es bastante bueno. Demasiado, incluso, para la apariencia que tenía la empresa desde fuera.

Tras acordar los siguientes pasos nos dejan ver sus instalaciones. Algunos trabajadores duermen tirados en sofás o encima de algún mueble que nos encontramos por el camino. Pensamos que estarán exhaustos y, probablemente, trabajen demasiadas horas al día, pero no es el caso. Tienen horarios normales (de 9 a 17 horas) pero el calor en las instalaciones les ha hecho parar. “Las empresas de este sector son distintas a las que estamos habituados a ver”, nos comenta una compañera de Gómez refiriéndose a la buena calidad y la limpieza del centro de trabajo.

Agradecidos por el encuentro, nos quieren invitar a comer. “Only pizza with tomato and cheese, please”, apunta Gómez. Los chinos se ríen porque creen que es una broma, pero el caso es que acabamos en un KFC comiendo palomitas de pollo picante con patatas fritas y un refresco. Nada que ver con lo que aquí se entiende por una “comida de negocios”.

Volvemos a Guangzhou y dejamos las cosas para ir al mercadillo de copias. No tenemos interés en nada especial, pero sería un crimen irnos de la ciudad sin conocer a los mejores falsificadores del mundo. Han mejorado mucho con los años, al punto de fabricar productos calcados a los originales en sectores como deporte, moda, joyería, complementos o electrónica. Hay que tener el ojo muy entrenado para distinguir el original de la falsificación.

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¡Crazy money my friend! —espeta Gómez a uno de los vendedores que le pide un puñado de yuanes por una copia bastante fidedigna de un Hublot. Es su forma de decir que algo es muy caro e iniciar el rito del regateo.

Tras darle un par de palmaditas en la mano al vendedor, es él quien escribe la cantidad a pagar.

El chaval sonríe. Nos comenta su hermana que han tenido una redada policial hace pocas horas y que no tienen todo el material, pero no se les ve muy tristes. Es habitual para ellos y forma parte del negocio que, de cuando en cuando, las autoridades se lleven la mercancía pirata.

Sin comprar nada —estamos solo saciando la curiosidad— nos vamos a un tenderete donde exhiben unos auriculares Beats Studio Wireless muy bien hechos. Demasiado bien.

Try it! (Pruébalos)—me dice la chica que lleva la tienda— y me ofrece un modelo por encima del mostrador.

El sonido es muy bueno y la apariencia es calcada. Son inalámbricos y están enganchados por bluetooth a un Galaxy S5 que está reproduciendo algo parecido al Waka Waka de Shakira… en chino.

How much? —pregunto, sabiendo que en el mercado ese modelo ronda los 300 euros.
How many? —me contesta
Three units —le decimos, tras mirarnos a los ojos y asentir. Queremos saber qué vale esa réplica tan buena.

Nos dice algo así como ¡17 euros! Os aseguro que han llegado a reproducir con un alto grado de perfección hasta el packaging.

Abandonamos ese quiosco y nos acercamos a los que venden zapatillas deportivas. Las New Balance 574 son la estrella. Se consiguen por unos 6€ y, al igual que en los casos anteriores, la reproducción es casi perfecta.

La basura se amontona en un rincón y los mendigos intentan que les des una limosna. El olor fuerte a comida, mezclado con el ambiente caluroso y húmedo, convierten la zona en un lugar poco recomendable para pasar mucho tiempo. O eso piensa mi mente occidental, acostumbrada a otros entornos menos contundentes para el olfato.

Todavía dándole vueltas a la cabeza cogimos tres “tuc tucs” (especie de motocicleta con paraguas y un transportín detrás) y, jugándonos la vida, nos cruzamos la ciudad como pasajeros de unos tipos realmente locos que no localizaban el restaurante donde íbamos a comer. Casi una hora deambulando por la zona “noble” de Guangzhou esquivando coches en dirección contraria —la nuestra…— y luchando por no dejarnos las rodillas que sobresalían por el lateral en el parachoques de algún coche que pasara casi rozándonos.

Cenamos en el Four Seasons con un menú de bufet libre y un plato de pasta que nos recomiendan nuestros anfitriones (exquisito). Las vistas desde la planta 72 son espectaculares. Acabamos y salimos hacia el hotel. El día siguiente sería también duro y muy largo.

Día 3
De nuevo nos recogen muy temprano, así que apenas nos da tiempo a desayunar porque intentamos apurar al máximo las sábanas. Llevamos tres días y no he conseguido enganchar más de 4 horas seguidas de sueño.

Hoy nos movemos en tren hacia una ciudad de nombre impronunciable. Tras una media hora larga, llegamos a la estación donde nos esperan, de nuevo, dos coches de empresa. Un Mercedes y un minivolumen que recorren en poco tiempo la distancia que nos separa de la compañía.

En la sala de reuniones estaba todo preparado para nosotros. Contamos lo que buscamos y nos dicen que podemos contar con ellos. La reunión es un poco más compleja porque el interlocutor de la empresa tiene un acento inglés bastante extraño. Entre señales, palabras sueltas y muchas ganas de entendernos, cerramos también unos pasos a seguir a medio plazo.

El paseo por las instalaciones es también satisfactorio. Nos llama mucho la atención porque a escasos 100 metros de la oficina hay una zona con casas de esas en las que da miedo entrar por su apariencia —siempre, insisto, según lo que entendemos en España por “zona segura”, porque ni siquiera nos miraron— y que nos parece marginal.

Esta vez conseguimos “zafarnos” de la invitación a comer y salimos pitando hacia la estación. Durante más de un kilómetro conducimos invadiendo el carril contrario y, llegados a cierto punto, hemos creado un embotellamiento porque cada uno ha hecho lo que le ha dado la gana. Las leyes de conducción parece que se inventaron ayer en esta zona.

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Hemos hecho el checkout del hotel temprano, así que vamos cargando con las maletas encima. Volvemos a Hong Kong desde Zhangmutou pasando por Shenzhen. Trayecto agradable y rápido de vuelta. La primera clase —que no llega a ser siquiera como la turista en cualquier Alvia de Renfe— no huele a nada y aparenta estar limpia. Vamos charlando entretenidos. Los dos días han sido muy provechosos en cuanto a reuniones y planes para el futuro inmediato.

Llegamos pasadas las cuatro de la tarde a Hong Kong y conseguimos que nos dieran de comer en el restaurante de nuestro hotel. Conocen a Gómez bastante bien, así que prácticamente le traen la comida que quiere sin que él tenga que abrir la boca.

Por la tarde, reunión para recapitular y dejar todo listo para continuar trabajando desde España como paso previo a otro viaje de vuelta en los próximos meses.

Gómez y su compañera tienen que salir esa noche volando de vuelta.

Día 4
Aunque hemos tenido toda la noche para dormir, los emails esperando y el agotamiento tras un día intenso —y van…— nos impiden pegar ojo hasta tarde. No es jetlag. Cuando duermes poco y trabajas mucho eres capaz de quedarte frito en cualquier sitio. “El jetlag es un rollo que solo afecta al turista”, concluimos. Ciertamente, durante los 4 meses que pasamos en Nueva York no nos dio tiempo a sufrir jetlag porque íbamos a tope y cualquier momento era bueno para echar una cabezada.

Camino al ferry que nos llevará a Wan Chai (distrito financiero de Hong Kong con sus famosos rascacielos) van apareciendo varios vendedores camuflados. Unos te venden copias de relojes o bolsos y otros te dicen que te hacen un traje a medida por 150€. No es nuestro rollo, así que continuamos hacia el puerto.

Por 25 Hong Kong Dollars (unos 30 céntimos de euro) compramos un billete para el barco. Las vistas son preciosas y me recuerda a las que se pueden tener de Manhattan cuando se coge el ferry a Staten Island. Dejamos a nuestra derecha el Hong Kong Exhibition Center y caminamos por varios pasos en alto. Atrás quedan en pocos minutos los edificios que están bordeando la bahía de Victoria y nos adentramos un poco más en una zona más mundana donde se mezclan los avanzados coches Tesla —Hong Kong es la ciudad con más densidad de cargadores para estos coches en el mundo— con tenderetes de apariencia tercermundista. Callejeando llegamos a un pequeño templo. El Pak Tai tiene en su interior un gran buda y los visitantes van dejando barritas de incienso encendidas frente a él. Lo que más llama la atención son las ofrendas frutales que les rodean, compuestas por piñas, naranjas o plátanos.

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Comimos en el Dog’s House. Mal, la verdad, porque no había nada de lo que pedimos y lo que nos trajeron tardó años y vino sin compás. Pero aquí no hemos venido a comer bien, sino a conocer un mundo distinto y, por ahora, apasionante.

Volvemos en el ferry hacia la zona de nuestro hotel. Nos preparamos para ir al Ladies Market.

Cuando el taxi que nos llevaba —apenas unos 50 HKD, o sea, 5 euros— nos comentó que habíamos llegado al destino, me pareció que el lugar era un simple callejón con algunos tenderetes. Sin embargo, pronto nos vimos en una calle muy larga con dependientes a izquierda y derecha deseando colocarte copias de todo, productos para frikis (como nosotros) y objetos “autóctonos”. El afán por vender es tal que se regatean ellos solos por el simple hecho de que te quedes a seguir mirando su mercancía. Recomendable para hacerse una idea más completa de cómo funciona el comercio local en Hong Kong.

Llama poderosamente la atención que en esa zona es donde más tiendas de productos originales de Adidas o Nike se pueden encontrar. Los precios son algo más económicos que Europa. De media, unos 10€ por par de zapatillas de deportes «de verdad».

Con la electrónica es distinto. No merece la pena ir a comprar gadgets de multinacionales a Hong Kong. Insisto en lo de “multinacionales”, porque sí es posible encontrar gangas de marcas locales o cacharros curiosos.

Paseamos por los alrededores y nos encontramos con una zona muy transitada que recuerda mucho a Times Square (Nueva York). Los olores son fuertes por tramos, sobre todo cuando uno se cruza con una tienda de comida, y uno se pregunta a veces cómo sobrevive el honkonita a esta mezcla de calor y aromas desagradables. Probablemente se acostumbrará uno cuando no queda otra alternativa.

Volvemos al hotel y, tras una duchita corta, nos vamos a cenar al Aqua. Aunque es un poco caro, las vistas de la bahía de Victoria son inmejorables. Los edificios iluminados, al fondo, reflejando su luz sobre el agua, son el escenario ideal para las postales que locales y extranjeros se fabrican con sus móviles pegados a los grandes ventanales que cubren el exterior. El palo selfie es una constante, aunque aquí, en un local de los calificados como “chic” la gente es más comedida. Sin cometer excesos, la factura media por comensal, tras un entrante a compartir y un plato principal, asciende a 621 HKD (unos 65€). Tienen un menú degustación por unos 100€ por persona que incluye cocina japonesa con muy buena fama. Ya lo probaremos en otra ocasión.

Toca irse a dormir, no sin antes contestar otra pila de correos electrónicos y dar solución a las típicas cosas del día a día que siguen surgiendo a miles de kilómetros de Hong Kong.

Día 5
El reto es claro: empalmar al final del día y no acostarnos para coger el vuelo que, casi 24 horas después, saldrá desde Hong Kong hacia Dubai. La única pega es que son las 10 de la mañana y el objetivo se antoja casi imposible con el cansancio acumulado. Encima, para “suavizar” la faena, queremos apurar las últimas horas visitando rincones con encanto.

Arrancamos con el mismo recorrido del día anterior, aunque esta vez, tras cruzar en ferry, el objetivo es llegar a The Peak. Por eso, al llegar al otro lado cogemos un taxi que nos lleva por las carreteras serpenteantes que conducen a nuestro destino: un mirador con vistas espectaculares de toda la bahía de Victoria. Subimos, disfrutamos, hacemos las fotitos de rigor —selfies incluidos— y resbalo, para no perder la costumbre, en unas escaleras del mirador tras tirar unas fotos a una familia inglesa que lo solicita. Salimos sin daños.

Comemos en un Burger King (¡Bien!) y pillamos el tranvía que nos baja de nuevo. Un taxi completará el recorrido hacia uno de los rincones más pintorescos y con encanto: el mercado flotante de Aberdeen.

Nada más abandonar el coche, una mujer de unos 60 años nos dice que nos montemos en uno de los barcos que hace un tour por la zona. Vemos que no hay otro remedio, así que hacemos caso y pagamos los 300 HKD —a estas alturas del post ya sabrás a cuantos euros equivale— y entramos por la proa. Nos espera un simpático conductor con un recipiente de plástico en el que, claramente, deberán ir las propinas.

Recorremos la zona entre barcazas antiguas y yates lujosos hasta llegar a Jumbo, un restaurante flotante que impresiona por sus dimensiones. Aunque para impresión la que deja su parte trasera. Puro estilo chino con su óxido, su sensación de dejadez y antigüedad y unos pollos colgados por el cuello esperando comensal.

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Damos una vuelta más y nuestro anfitrión, muy solícito incluso para hacernos fotos durante el itinerario, nos deja en un lugar distinto al de partida. Nos hace unas señas —aquí no habla inglés casi nadie— para indicarnos que cojamos un paso subterráneo al salir y podamos continuar nuestra visita. Lo hacemos y solo encontramos un pequeño templo, similar al anterior, donde una mujer está rezando, y otras dos cuidan el edificio y su contenido.

Son solo las 6 de la tarde. Aún quedan doce horas para que salga el avión con destino a Dubai como antesala al trayecto final, ahora sí, hacia España. Hay tiempo. Por eso cogemos de nuevo un taxi y nos acercamos a Stanley Market. Allí encontramos más de lo mismo que en otros mercadillos, algunos cuadros bonitos pintados a mano a buen precio, y algunos lugares donde se puede comprar artesanía ad hoc personalizada para los visitantes con caligrafía china. Encargo dos sellos tallados en piedra por un artesano local. Uno para Amparo y otro para mí.

No hay tiempo para mucho más, así que hacemos todo el recorrido de vuelta. Paramos justo antes del hotel en la zona del ferry. El espectáculo “Symphony of Lights” está a punto de empezar. Se trata de un ejercicio de coordinación musical y de iluminación donde los edificios cambian sus fachadas con colores y rayos láser. No funciona, la verdad. Es curioso durante el primer minuto, pero después ves que es todo repetitivo. Hay una música tipo Mario Bros y unas luces no aptas para epilépticos. Lo de los rascacielos con fachadas que actúan de pantalla es impresionante, sí, pero no sirve para tener a la gente 15 minutos sin pestañear.

Son las 20:30 y el taxi hasta el aeropuerto no sale hasta las 4 de la madrugada. Toca hacer encaje de bolillos para ducharse, cenar y no dormirse. El objetivo es descansar ya en el avión que sale a las 7:50 de la mañana. Con la diferencia horaria, serán las 1:50 en España y nuestro posible ‘jetlag’ —insisto, no creo mucho en él— habría quedado virtualmente neutralizado.

Lo conseguimos.

Charlamos sobre muchos temas, subimos a las habitaciones para ordenar el contenido de las maletas y, a eso de las 3 de la mañana, abandonamos el hotel camino al aeropuerto de Hong Kong. Nos llevó un taxista bastante amable. Pagamos los 250 HKD y accedimos a la Terminal 1. Decenas de personas tiradas por los suelos o apoyadas en mesas de bares cerrados intentando dar una cabezada. Al final acabamos en un McDonalds pidiendo un helado con pastel de manzana para matar el tiempo.

Nos montamos en el avión, dormimos casi todo el trayecto y llegamos a Dubai. Ahí estuvimos algo más de dos horas hasta coger el Boeing 777-300ER que nos llevó hasta Madrid. Y, una vez en la capital, despedí a mis compañeros honkonitas y pillé un Alvia en Atocha con destino, ahora sí, a Sevilla.

Para resumir, han sido cinco días inolvidables, trepidantes, intensos y muy completos. Poco o nada de dormir, dificultad para encontrar comida que no provoque estragos en un estómago occidental y olores que ponen a prueba el aguante de cualquiera. Volvemos todos con mil ideas que podríamos hacer realidad en un país donde nada parece imposible y donde la tecnología, la tradición, la antigüedad y, en muchos puntos, la marginalidad y la suciedad, conviven con un fin común que, en tan poco tiempo, no he logrado conocer y, en consecuencia, comprender.

Repetiré, sin duda. Y espero que sea pronto.

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